To my colleagues Nemesio Chávez, Martha Tappan and Sergio de Régules,
for the rich and happy hours we have spent discussing about our profession.

Dos cosas en común tienen los libros Breve historia del tiempo de Hawking [ 1988 ] y El fin de la historia de Fukuyama [ 1992 ], además de que todos los citan y muy pocos los han leído: los dos títulos contienen la palabra “historia”, aunque en acepciones distintas. A pesar de que mi interés es la divulgación de las ciencias naturales, aprovecharé el título de ciencias sociales porque me viene perfecta la ambigüedad que contiene la palabra “fin”. Puede indicar “finalidad”, o como en el caso del politólogo, “terminación”. Espero demostrar que en el caso de la divulgación ambas acepciones parecen estar unidas en la actualidad.

Hace siglos a nadie le importaba el objetivo, la finalidad de la divulgación, puesto que no existía como tal. Nació, según los historiadores, como una nueva forma literaria en el siglo XVII. ¿Y cuál es el fin de la literatura?, pregunta el maestro a los alumnos. Silencio. Iluminarnos, contesta algún intrépido desde el fondo del salón, y lo abuchean. Es que iluminar también tiene su acepción religiosa. Otro apunta que no tiene objetivo, porque es un arte. Habría que discutirlo. La literatura es un discurso estimable, escritura memorable, decía Colin White, querido maestro de Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); así de simple. Eso sí, nadie se atreve a responder, echando mano del equívoco, que el fin de la literatura es la antinovela, porque lo reprueban. Y aquí entre nos, en la esfera privada, aunque su finalidad sea sublime le damos a la literatura el uso que nos apetece o nos cuadra.

La divulgación es un género compuesto, difícil de tipificar, aclara Baudouin Jurdant [ 1973 ]. Lo único que puede ayudar a describirlo, a mi modo de ver, es que trata de la ciencia como la conocemos de Galileo para acá. Espero no tener que aclarar a qué me refiero. Entonces la divulgación no es un género literario libre en lo que toca a su temática, como no lo son muchos otros géneros [Sánchez Mora, 2012 ]. Su finalidad es comunicar la ciencia de una cierta manera que excluye los discursos didácticos y especializados.

Tiempo después a este género singular se le descubren potenciales educativos y sociales. Su aplicación comienza a diversificarse: informa, educa, libera, democratiza, hace nacer vocaciones, divierte. Como puede verse, no es lo mismo preguntar cuál es la finalidad que para qué sirve. Muy parecida a la literatura, excepto que, recalco, la divulgación trata por definición de la ciencia.

Esta visión de la divulgación como una forma estimada de discurso se puso al día conforme se fueron inventando nuevos medios de comunicación. Recordemos que la visión literaria puede estar presente en el discurso mediático. Con esto quiero decir que cualquier medio es útil para hacer divulgación siempre y cuando trate de ciencia y lo haga de una cierta manera.

Así, el potencial de la divulgación se multiplicó enormemente: la ciencia en constante crecimiento, nuevos medios, múltiples públicos. Se creó una nueva profesión: la de divulgador. Libre o contratado, en universidades o en empresas, en muchos países, este profesionista se dedicaba a comunicar la ciencia de una cierta manera. Los que querían tener acceso a la ciencia divulgada sabían dónde encontrarla.

Acabamos de celebrar el quincuagésimo aniversario del movimiento estudiantil que se dio en muchas partes del mundo. Fue un gran crisol de inquietudes políticas y descontentos sociales: la guerra de Vietnam, los regímenes militares en Latinoamérica, las imposiciones coloniales en África y Asia, el terrible régimen socialista… El autoritarismo generó indignación y desconfianza, y la ciencia no quedó fuera de la crítica porque, para bien o para mal, la ciencia y la tecnología tenían un poder inmenso y solo le rendían cuentas a sus superiores (los científicos-políticos), aunque quienes sostenían la investigación tecnocientífica, como la ha llamado Javier Echeverría [ 2003 ], eran los ciudadanos; estos a duras penas se enteraban de qué estaban financiando, por qué y cómo. Este desconocimiento, ya no del último grito tecnocientífico sino de las mismas bases de la ciencia, fue detectado en países que se pensaban de primer mundo, aunque este mundo para muchos todavía estuviera sostenido por una tortuga gigante.

Desde entonces y con grandes crestas de intensidad a mediados de los 80 y los 90, los movimientos que pretendían (con toda razón) quitarle al sistema científico su aura de intocable atacaron sus pretensiones hegemónicas y sus prerrogativas financieras. Al mismo tiempo, sus críticos intentaron acabar con el lugar privilegiado de su epistemología declarando que el conocimiento científico es tan válido como cualquier otro; intentaron derogar la supuesta inamovilidad de las verdades científicas (aunque para sorpresa de los filósofos resultó que todos los científicos sabían que las verdades eran provisionales); se detuvieron programas para muchos injustificables, como el supercolisionador y la enloquecedora carrera espacial. Y como sucede en cualquier ataque justiciero, le sacaron a la tecnociencia sus trapitos al sol: la bomba, el apoyo a genocidios y discriminaciones, la medicalización de la vida y la muerte, la contaminación…

Los más afectados por este estado de cosas fueron los investigadores científicos, y sus superiores les pidieron encarecidamente que hicieran un esfuerzo por comunicarse con la sociedad y convencerla de que la ciencia era buena, bonita… y no tan cara. Nótese que el esfuerzo se les pidió directamente a los investigadores, no a los divulgadores (y aquí cabe la aclaración de que se involucró también a los periodistas de ciencia).

Algunos científicos eran buenos ya de nacimiento para comunicarse con la gente, pero la mayoría ni tenían interés en ello ni lo sabían hacer, además de que les contaba (a buenos y a malos) en negativo para sus múltiples informes institucionales. Esto muestra, por decir lo menos, insensibilidad social: los entrenan y los contratan para una cosa y luego les exigen otra casi contrapuesta y que, con escaso o nulo adiestramiento, además lo hagan bien. Y si lo hacen extremadamente bien, como Carl Sagan, en sus gremios los califican negativamente por “devaluar” la ciencia [Money y Kirshenbaum, 2009 ].

Muchos intentaron hacer divulgación con los medios y las capacidades comunicativas a su disposición. Crecieron los financiamientos a cualquier tipo de comunicación con el público, y aumentaron los tiempos y espacios en los medios, donde, en mi opinión, parecía importar más la cantidad que la calidad. Sin embargo, continuó el rechazo o la indiferencia a la ciencia, como mostraban las encuestas.

Este problema de rechazo a la ciencia junto con sus implicados se empezó a posicionar en el mundo académico de las ciencias sociales y humanas. Había que explicar por qué a pesar de grandes esfuerzos divulgativos por “sensibilizar” o educar científicamente a la gente, no solo no se avanzaba sino que se retrocedía (cada encuesta arrojaba un mundo más plano). Resultaba muy interesante hacer de la divulgación, como se había hecho de la ciencia desde mediados de los 50, un objeto de estudio por disciplinas externas: lingüística, psicología, filosofía, sociología… La investigación de la divulgación se empezó a cotizar en el mundo académico justo hacia fines de los 80.

Sin embargo, el objeto de estudio se centra casi exclusivamente en el discurso y las formas que utilizan los investigadores científicos para dirigirse, ya sea por sí mismos o por intermedio de un periodista, presionados socialmente, como ya dije, a un público que desconocen y que realmente no les importa mucho porque ellos están entrenados y contratados para hacer investigación científica y no para atender al populacho los domingos. Los investigadores científicos hablan de lo que a ellos les interesa y como ellos lo saben hacer: a manera de monólogo y sin atender a las necesidades del público. Incluso sus críticos advierten que la divulgación refuerza la avidez de poder del sistema científico, que finge escuchar a los ciudadanos para convencerlos pero sin tenerlos en cuenta realmente. Aquí cabe aclarar que así como ya no se habla de divulgadores sino de investigadores científicos que comunican, cuando se menciona la ciencia los investigadores de la divulgación se refieren a los últimos avances especialmente onerosos, peligrosos, malintencionados o invasivos, y no a los fundamentos que hacen de la ciencia, a pesar de todo, el mejor sistema de indagación de la naturaleza que tenemos. Para decirlo sin ambages: se investiga la divulgación mal concebida o mal hecha sobre temas socialmente polémicos, a menudo médicos o de salud pública, y en los que el término “tecnociencia” abona a la confusión entre uno y otro campo.

De este panorama surgen dos movimientos críticos: desde el sistema científico, el Public Understanding of Science, para, primordialmente, hacer que el público se interese en la ciencia y la apoye; desde la investigación social, el Ciencia, Tecnología y Sociedad, cuya preocupación esencial es el derecho de los ciudadanos de participar en las discusiones sobre tecnociencia y tomar decisiones.

Convenientemente ambos movimientos, sin importar su origen “opuesto”, se hermanan gracias a una entidad que recoge sus preocupaciones. Los investigadores en ciencias sociales y humanas formulan un modelo, el modelo de déficit, que a su juicio describe esa relación paternalista, desigual e insidiosa entre los investigadores y el público. Y lo que discurren es muy preocupante: la versión de arriba hacia abajo o deficitaria de la divulgación es muy limitada, irresponsable y sin compromiso social, lo cual es cierto en parte. De todo esto se concluye la necesidad de integrar el diálogo entre científicos y sus públicos, diálogo paritario en el que los legos aportan conocimientos que complementan y realzan los de los especialistas, quienes no tienen por qué tener la última palabra.

Desafortunadamente esta táctica, a la que algunos han calificado de “nuevo paradigma”, está muy influida por la corrección política, de la que la Academia se ha vuelto asidua. La corrección política requiere decir que son equivalentes el conocimiento científico y cualquier otro; que el público tiene déficit de conocimiento científico por culpa de los investigadores o, de plano, que hablar de déficit es ofensivo (curiosamente, podemos decirlo de otras facetas culturales sin problema; confieso algunos de los míos: finanzas, leyes, el parentesco poliándrico). Sigo con la corrección política: que las evidencias son irrelevantes y que los más oprimidos son mejores interlocutores. Esta ilusa visión le hace creer a los jóvenes comunicadores e investigadores de la divulgación en etapa de formación (no los investigadores científicos) y a sus públicos que la ciencia es odiosa, que se puede protestar sin conocerla, que no vale la pena hincarle el diente, que se puede influir en ella sin entenderla, que sale sobrando.

Martin Bauer [ 2009 ], uno de los gurús del movimiento Public Understanding of Science, se congratula de que se ha revertido la idea de déficit; ya no lo tiene el público sino las instituciones científicas y sus actores que han perdido la confianza de la sociedad, y para recuperarla se requiere la participación pública: “se recomienda hacer eventos: audiencias, tribunas ciudadanas, encuestas de opinión, reuniones de consenso, mesas redondas, ejercicios de alcances, festivales de ciencia, debates nacionales, etcétera”. Y añade que de todo esto ha surgido una industria.

La meta de los activistas es cambiar la política científica. Los nuevos divulgadores ya no son divulgadores, ni siquiera comunicadores; son agentes políticos que quieren empoderar al público y se oponen al intento colonialista de educar a un público tachado de analfabeta científico, como definen la labor de divulgar. Pero jamás le hablan de qué es y cómo se hace la ciencia y por qué es la mejor explicación que tenemos de nuestro entorno. Cualquiera hace comunicación de la ciencia (CC) aunque ya no hable de ciencia, y tenemos cursos, líneas de posgrados y productos donde la ciencia en tanto materia a comunicar brilla por su ausencia. Un absurdo, una comunicación de la ciencia sin ciencia. Es más, el nuevo “paradigma” permite que los expertos en medios se llamen divulgadores aunque no manejen contenidos de ciencia. ¿Es solo una inocente ignorancia o una idea exótica venida de fuera a la que nos adherimos como a una moda?

Una buena noticia: algunos investigadores de la CC todavía mencionan a “los practicantes”, es decir a los divulgadores “a la antigüita”, para aconsejarles, y cito a Massimiano Bucchi [ 2008 ], que dejen de lado la visión de déficit, a pesar de que, al contrario de otras estrategias, proporciona al comunicador de ciencia instrucciones simples y atractivas (lástima que no las menciona nunca, pues nos serían de mucha utilidad…).

Por otro lado, en esta era de las evaluaciones, Bauer [ 2009 ] pide que se hagan estudios cuantitativos, los que, como lo muestra Brian Trench [ 2008 ], no tienen mucho sustento. Algunos investigadores más críticos han sugerido contrastar la idea de progreso con los datos de la realidad. Los resultados de los estudios de público al aplicarle los modelos nuevos que incluyen diálogo no llevan a lo esperado, y a menudo su enfoque es relativo a la educación formal. Lo que sabemos es que las formas de medir son cuestionarios, encuestas o entrevistas de dudosa eficacia, pues continúa midiéndose el analfabetismo científico, idea que supuestamente se eliminó gracias al cambio de paradigma.

Pero las críticas empezaron tardíamente: ya había cundido la noción de que no solo había habido un cambio positivo sino un progreso, una evolución del déficit al diálogo. A lo largo de este siglo, las palabras “diálogo” e “intercambio de saberes” iluminaron todos los artículos, conferencias, clases y tesis. Si público , de connotación pasiva, dejó de ser tal para convertirse en ciudadanos , se privilegió el término comunicación pública de la ciencia bajo el supuesto de que ahora sí la comunicación era de dos vías y no un monólogo, como la divulgación, de la que se deslinda; incluso ahora se habla de apropiación social del conocimiento y otros nombres semejantes que empoderan al público (perdón: a los ciudadanos). El término divulgación deja de ser políticamente correcto: la labor y el término se vuelven, en el mejor de los casos, obsoletos, hasta anacrónicos, cuando no cientificistas y condescendientes.

¿Por qué se dice que los divulgadores son cientificistas? ¿Por qué se afirma que la divulgación no piensa en el público? ¿Por qué Bucchi [ 2008 ] pide que la CC incluya en sus diversas manifestaciones las características del público, de la sociedad, de las controversias a discutir, del campo científico en cuestión y del contexto sociopolítico? Cuando León Olivé [ 2000 ] advierte hace 19 años que no es suficiente que se comunique la ciencia como tal (o lo que es peor, una concepción ingenua de la ciencia), sino que es necesario discutir y analizar sus procedimientos para mostrarla como una actividad racional donde no caben los argumentos de autoridad, ¿a qué comunicación de la ciencia se está refiriendo? Mis alumnos del posgrado en Filosofía de la Ciencia de la UNAM, línea de comunicación de la ciencia, suelen preocuparse de que los divulgadores no tomen en cuenta que la ciencia no es éticamente neutra, que se equivoca, que nunca es definitiva (como si siguiéramos creyendo en santaclós y la cigüeña). Hace más de 30 años, Maurice Goldsmith, que no era científico sino filosofo, escribió un libro, El crítico científico [ 1986 ], que hizo mella en el ánimo de los divulgadores entonces en formación: les hace ver la necesidad de mirar críticamente la ciencia desde fuera de la profesión científica. Les sugiere a los noveles divulgadores que conozcan de historia, filosofía, literatura, y que sientan empatía por su público. Evidentemente estas recomendaciones se deben a que en los 80 se hacía más hincapié en conocer de ciencia que en la forma de comunicarla; incluso los pioneros de la divulgación en la UNAM creían que los investigadores científicos debían ser quienes divulgaran la ciencia. Sin embargo, el nuevo profesional, el divulgador, hace suyas estas preocupaciones desde entones; no porque la ciencia le parezca algo digno de ser compartido las evade. Aparentemente, solo el término “comunicación” implica dos vías. Así que regreso a la literatura.

La literatura puede parecer un monólogo; sin embargo, es un diálogo de dos mentes. La literatura está pensada para un lector, y nadie se atrevería a acusarla de no tomarlo en cuenta a la hora de escribir. Evidentemente el escritor quiere ser leído y entendido por otros y esos otros tendrán acceso al pensamiento del escritor. Al igual que sucede con la divulgación, excepto que, no importa repetirlo, trata de la ciencia.

La ciencia ha cambiado, la sociedad y el público también, los medios y la información, ni se diga. Una colega de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM ha publicado recientemente en el Journal of Science Communication una taxonomía de las actividades de comunicación pública de la ciencia, basada en sus efectos en los distintos públicos según el objetivo, el tipo de comunicación, los medios utilizados y sus resultados [Sánchez-Mora, 2016 ]. Cubre un espectro enorme que además es continuo: desde los excelsos libros que Luis Estrada, pionero de la divulgación mexicana, nos hacía leer a sus aprendices en los ochenta sobre electrodinámica cuántica, pasando por Naturaleza, la revista de divulgación precursora en los años 70, hasta los tumultuosos actos donde la gente hace cola para ver por un telescopio, o los festivales con la presencia sempiterna del greñudo de bata blanca (siempre hombre, me alegro) con caldos fosforescentes que le explotan, o esa versión en la que la ciencia es un conjunto de datos ociosos estilo ¿sabías que? La divulgación es ya solo una porción de esta oferta que va de la educación no formal hasta la fiesta infantil.

Dicho recuento de actividades nos permite reconocer esta diversidad al mismo tiempo que vemos el abismo que separa la divulgación de las últimas versiones sociopolíticas de la ahora llamada comunicación pública de ciencia (CPC). Es interesante ver, por ejemplo, los acuciosos recuentos de Luisa Massarani y Carlos Enrique Orozco en esta misma revista [Massarani, 2018 ; Orozco, 2018 ]: cuando las actividades devienen en actos superficiales y masivos que hacen creer a la gente que en esto consiste su cercanía a la ciencia, o se montan diálogos epistémicamente desiguales con apariencia igualitaria, como diría Carina Cortassa [ 2010 ].

Podré estar en desacuerdo con esta visión de la CPC (aunque hay quien afirma que gracias a estos espectáculos se dedicó a la ciencia); tengo mis preferencias, pero no puedo negar que existen muchas otras formas de CC. A lo que me opongo es a que solo sea este el modelo exitoso. Tal vez sea más valioso, más popular, más fácil para todos los involucrados, pero no debe ser exclusivo. Por otro lado, así como a los críticos les irritaba la hegemonía del sistema científico, ahora han implantado una especie de totalitarismo donde solo importa el asunto político, la propaganda, la agenda pública. Claro que debe importar, pero no como forma exclusiva, no en detrimento de otras manifestaciones. Yo creo que podemos convivir bajo un mismo techo.

Así como nos preocupamos de la desaparición de una especie, debería preocuparnos la desaparición de la diversidad en la CC y con ella la idea original de la divulgación. En particular, se creó una controversia artificial entre la divulgación y la investigación de la CC, y al ya no hablarse de divulgación, se da por sentado que ya no existe, ya no se hace, ya no se consume. Afortunadamente esto no es cierto: basta con echar un vistazo a la revista de divulgación ¿Cómo ves? [UNAM, 2019 ], al sitio web Cienciorama [Cienciorama, 2019 ], ambos de la UNAM, o a la lista de los mejores libros de divulgación publicados en 2018 en inglés, francés o español. Es decir, a pesar de todo, la divulgación, como una forma estimada de discurso, se sigue frecuentando como afición y como oficio.

Decir que la CPC y sus derivaciones políticas lograron el fin de la divulgación es una doble mentira, no solo porque sigue viva sino porque permanece fiel a su objetivo original. Su fin sigue siendo hablar de ciencia de una cierta manera.

Referencias

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Echeverría, J. (2003). La revolución tecnocientífica. Madrid, Spain: Fondo de Cultura Económica.

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UNAM (2019). ¿Cómo ves? Revista de divulgación de la ciencia de la UNAM . URL: http://www.comoves.unam.mx/ .

Autor

Ana María Sánchez Mora tiene la maestría en Ciencias (Física) y la maestría en Literatura Comparada, ambas por la UNAM, institución en donde se dedica desde 1981 a la divulgación de la ciencia. Ha sido profesora de la Facultad de Ciencias, de la Facultad de Química y del Posgrado en Ciencias Fisiológicas; actualmente es tutora de Posgrado en Filosofía de la Ciencia. Participante en la formación de divulgadores e impulsora de la profesionalización de la labor, ha impartido numerosos cursos de divulgación y de redacción científica. Su campo de investigación es la divulgación como género literario. Entre su producción académica se cuentan artículos y libros de investigación así como de divulgación. Ha publicado también cuento, ensayo, novela y teatro. Recibió el Premio Nacional de Divulgación “Alejandra Jaidar” 2003, y su definición de divulgación es utilizada por el Sistema Nacional de Investigadores de Conacyt. Sus últimas publicaciones son Vida y obra de un tecnólogo aficionado a las humanidades, Instituto de Ingeniería, UNAM (2016) y La memoria de una pasión, Ediciones B, (2017). E-mail: amsm@unam.mx .